

El origen de este fenómeno se sitúa en Reino Unido porque fue uno de los países europeos pioneros en el acceso masivo a teléfonos móviles con cámara. A inicios del milenio se dio una fuerte cultura del entretenimiento rápido y provocador, y muchos adolescentes comenzaron a distraerse viendo vídeos impactantes, bromas pesadas o acciones extremas. No es culpa directa de Jackass o Dirty Sanchez, pero esos programas se pusieron de moda, y aquella promoción del riesgo o humillación pública como forma de humor, aportó su granito de arena en un cultivo que se venía gestando de antes. En aquella época, ya discurrían debates sobre el comportamiento antisocial juvenil, el deterioro del respeto en las aulas y las conductas con tinte disruptivo. Solía ocurrir en entornos de desigualdad social o falta de supervisión parental, a menudo en contextos de tensión urbanas o zonas más desfavorecidas, pero el fenómeno, actualmente, invade toda clase o ámbito.
El happy slapping ha sobrevivido a los tiempos y ha ido incrementando su peso en Internet, favorecido por las nuevas formas de relacionarse que la misma red ha conllevado. Suele llevarse a cabo en grupo, por adolescentes o jóvenes, y con roles asignados: agresor, cámara y espectadores, lo que responde a dinámicas de presión social, búsqueda de pertenencia y dominación simbólica. Se convirtió en una moda, y eso amplió su impacto traspasando barreras y contribuyendo a su expansión por imitación. Según Save The Children, más de 70.000 jóvenes en España han sufrido el happy slapping, una dinámica que, además, está íntimamente ligada al ciberacoso. Ante una juventud capaz de desvirtuar el concepto del mal, urge redoblar los esfuerzos en la educación ética y moral.