Del peor nadador de la historia a la judía que ganó una medalla para Hitler: la cara más insólita de los Juegos Olímpicos
No sé si alguien se imagina lo que supone partirse una rótula. Pero el dolor es indescriptible. Shun Fujimoto cayó mal en un salto en el ejercicio de suelo que hacía en Montreal ’76, los mismos de Nadia Comaneci. Fujimoto, con la rótula partida, decidió afrontar los dos ejercicios que le quedaban: caballo con arcos y anillas, exponiéndose a una lesión más grave. ¿Por qué? Porque si se retiraba haría que su país no calificara en la competición por equipos. Japón acabó alzándose con el oro.
¿Por qué una atleta, que ya no compite por ningún puesto de honor, se empeña en llegar a la meta a pesar de estar completamente desfallecida? La imagen de la suiza Gabriella Andersen en los Juegos de Los Ángeles ’84 dio la vuelta al mundo. Tambaleándose, en un lento zigzag, acompañada por los comisarios que no la querían tocar hasta que cruzase la meta porque habría supuesto su descalificación. ¿Por qué ese empeño para terminar en el puesto 37?
Los Juegos Olímpicos son una competición única en la que todo es posible
Imagina estar en el mar, en uno de esos veleros 470 que vuelan sobre las aguas. Con la prueba muy avanzada, marchas en segunda posición, cerca del líder de la prueba. Pero a tu lado un barco vuelca y dos compañeros caen al agua. Un mar muy agitado pone en peligro a los deportistas. ¿Qué está primero? ¿El socorro al compañero o el triunfo? El regatista francés Larry Lemieux no lo dudó. Perdió en los juegos, ganó en su conciencia.
Todas las respuestas a estas preguntas son la misma. Los Juegos Olímpicos. Una competición única en la que todo es posible. Como en los Juegos de Roma, en 1960. Allí la marca Adidas calzó a todos los deportistas en una campaña de marketing tremendamente agresiva. Pero el etíope Abebe Bikila no encontró una zapatilla donde cupiera a su gusto su enorme pie. Decidió correr el maratón descalzo por las calles de Roma. Se hizo con el oro.
Deportes insólitos
El espíritu de sacrificio, el esfuerzo y el compañerismo que van unidos a los Juegos han dejado un sinfín de historias en los últimos 128 años. Con la deportividad por encima de los éxitos, en estos 128 años de historia ha habido tiempo para anécdotas de todo tipo. En los juegos de Roma, por ejemplo, los jueces dieron ganador en los 100 metros libres al que, según los cronómetros oficiales que se estrenaban en esos juegos, había quedado segundo. Porque juraban haberle visto tocar antes la pared.
En Múnich ’72 la selección de baloncesto de Estados Unidos llegaba invicta. En todos los juegos había conseguido el oro desde que ese deporte formó parte del programa olímpico. En la final contra la URSS, a falta de tres segundos los americanos se pusieron por delante.
En estos 128 años de historia de los juegos Olímpicos ha habido tiempo para anécdotas de todo tipo
Los soviéticos sacaron de fondo sin éxito pero su entrenador protestó porque decía que había pedido tiempo muerto. Se lo concedieron. Volvieron a sacar y volvieron a perder. Pero los árbitros dijeron que la bocina había sonado muy rápido y que había que retrasar el reloj hasta los tres segundos. A la tercera, la URSS encestó. Las protestas de los estadounidenses no dieron fruto y, por primera vez, perdieron un partido olímpico.
Nada que ver con un Serbia-Montenegro contra Túnez en Atenas 2004. El partido de fútbol iba empate a 1 cuando el árbitro, un panadero tahitiano, pitó penalti a favor de los africanos. Mandó repetir el primer lanzamiento porque los tunecinos habían invadido el área antes del lanzamiento. El segundo, por el mismo motivo. El tercero, también.
El cuarto, con todo el equipo de Túnez en medio campo para que no hubiera dudas, lo paró el portero. Pero lo mandó repetir por haberse adelantado antes del golpeo. El quinto se repitió por lo mismo. A la sexta, con todo el estadio muerto de risa, entrenadores y jugadores incluidos, Túnez marcó.
La ratonera de los transportes
Algunas de las historias son tan insólitas que son difíciles de entender. Helene Meyer, esgrimista alemana con medallas olímpicas en 1928, fue expulsada de su país por su origen judío al llegar los nazis al poder. Sin embargo, en 1936, regresó a Berlín para representar a Alemania, obtuvo la medalla de plata y lo celebró con el brazo en alto en el pódium.
El libro ‘Historias insólitas de los Juegos Olímpicos’ demuestra que, en unos juegos, todo es posible
Muchas son las anécdotas de deportistas que se pierden en la Villa Olímpica o no llegan a sus pruebas. La más feliz de ellas quizás sea la del jamaicano Hansel Parchment, que desorientado en Tokio, en plena pandemia, se confundió de autobús y llegó la piscina, en vez de al estadio el día que tenía que correr. Fue gracias a una voluntaria que le ayudó y le pagó un taxi de su bolsillo que Parchment pudo llegar a tiempo para ganar el oro.
La más triste puede que sea la del nadador argentino Luis Nicolao. Un joven que entrenaba y estudiaba en Estados Unidos, con grandes posibilidades de conseguir una medalla en los Juegos de México ’68. Pero el autobús en el que iba de la Villa olímpica a la piscina se vio encerrado en un atasco monumental, provocado por el maratón. Ni siquiera se pudo lanzar al agua.
Anécdotas, todas, recogidas en Historias insólitas de los Juegos Olímpicos, un libro escrito por el periodista argentino Luciano Wernicke, que demuestra que, en unos juegos, todo es posible.