Andaba el Barça de Flick aturdido. Descosido. Confuso. No sabía lo que le pasaba, más allá de sus tradicionales problemas de no saber jugar con 10 futbolistas. Entonces, un soberbio pase de Marc Casadó burló la presión del Mónaco porque sobrevoló por encima de la línea defensiva. El destino de la pelota estaba pegado a la bota izquierda de Lamine Yamal, quien entonces trazó una jugada con un inevitable aire ‘messiánico’. Todos sabían que lo harían. Pero nadie pudo evitarlo. Y así fue.
Era su estreno en la titularidad y jugando como mediocentro. Apenas había tocado seis veces la pelota cuando Ter Stegen, de manera imprudente, le entregó un problema a Eric García. Un problema que le envió directamente al vestuario tras ser presionado por el Mónaco con hasta dos jugadores, que provocaron el caos. El portero se equivocó, el central reconvertido en mediocentro se precipitó cuando quiso frenar a Minamimo ganándose la expulsión.
Era, en realidad, paternidad de Ter Stegen. Y a partir de ahí, el Barça se descosió de manera inesperada como si los viejos demonios –aquella expulsión de Araujo ante el Paris SG del curso pasado con Xavi- regresaran de nuevo.
Esa tarjeta roja, la más rápida en la historia de la Champions para un jugador azulgrana, condicionó a un equipo que entró en autodestrucción. A no ser, claro, de Lamine.
Maravillosa porque el niño estaba solo. Desamparado por un Barça en inferioridad. Y no solo numérica sino también de juego. No tenía su noche. Algo, sin embargo, que contrasta con la rutina de la excelencia que desprende este niño que cautivó a Michael Jordan. De elegido, ahora espectador de lujo, a elegido, niño que juega como si estuviera aún en Rocafonda, su barrio de siempre. Acabó exhausto y siendo sustituido por Flick.