Iniesta, el chiquillo que nunca dejará el balón
No lo deja. Ni se va. Lleva toda una vida detrás del balón. Tampoco ahora, con 40 años recién cumplidos, lo abandonará para siempre. Desde aquella anónima pista de su escuela de Fuentealbilla, cerca del Bar Luján de sus abuelos, donde Mari, su madre, trabajaba de sol a sol, hasta la cima del mundo ha transitado Andrés Iniesta.
Ella servía mesas en un pequeño pueblo de Albacete, mientras José Antonio, su padre, se subía y se bajaba del andamio por las calles reformando y construyendo casas. Él, entretanto, siempre pegado a la pelota, mientras Maribel perdía a un hermano cuando con 12 años quedaba desgarrado de su familia al abrir la puerta de la vieja Masia, ahora deshabitada y vacía, llena de imponentes grúas a su alrededor que levantan el nuevo Camp Nou.
Ahí, en esas centenarias piedras de una residencia payesa barcelonesa construida en 1702, quedaron para siempre las lágrimas de un adolescente, a quien el fútbol descubrió en Brunete y asistió asombrado a una aparición nunca vista antes con tanta celeridad.
Con 16 años, Serra Ferrer lo subió al primer equipo para realizar su primer entrenamiento. Un corto trayecto entre La Masia y el campo. Ni 50 metros. Era febrero de 2001. Llegó en silencio y el silencio se hizo entre los demás cuando lo vieron con el balón entre los pies. Danzaba. Bailaba. Se deslizaba.
La premonición de Guardiola
Guardiola ya estaba avisado de lo que estaba llegando. Lo había visto marcar el gol de oro en la final de la Nike Cup (1999) ante Rosario Central, entregándole el trofeo en una imagen cargada de puro simbolismo culé. “He visto a un futbolista que sabe interpretar mejor el fútbol que yo. Os acordaréis de él”, decía el entonces jugador del Barça antes de pronunciar una frase, escuchada primero en la intimidad del vestuario, y luego amplificada por este diario: “Tú me retirarás a mí, Xavi. Pero esté nos retirará a los dos”, afirmó Guardiola. Y el tiempo le dio la razón.